El Malestar en la Cultura - Reseña crítica - Sigmund Freud
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El Malestar en la Cultura - reseña crítica

El Malestar en la Cultura Reseña crítica Comienza tu prueba gratuita
Psicología

Este microlibro es un resumen / crítica original basada en el libro: Das unbehagen in der kultur

Disponible para: Lectura online, lectura en nuestras apps para iPhone/Android y envío por PDF/EPUB/MOBI a Amazon Kindle.

ISBN: 9781453833896

Editorial: Alianza Editorial

Reseña crítica

Falsas medidas: el rechazo al misticismo.

Es difícil escapar de la impresión de que en general las personas usan medidas falsas, de que buscan poder, éxito y riqueza para sí mismas y admiran a aquellos que los tienen, subestimando los auténticos valores de la vida. Sin embargo corremos el riesgo, en ese juicio genérico, de olvidarnos de la variedad del mundo humano y de su vida psíquica. Existen personas que son veneradas por sus contemporáneos, aunque su grandeza repose en cualidades y realizaciones enteramente ajenas a los objetivos e ideales de la multitud.

Probablemente se ha de suponer que una minoría reconoce esos grandes seres, mientras la mayoría los ignora. Pero la cosa puede no ser tan simple así, debido a la incongruencia entre las ideas y los actos de las personas y la diversidad de sus deseos. Si estamos dispuestos a reconocer que en muchos hombres hay un sentimiento que los inclina a intentar retomar una fase primitiva de sentimiento del “Yo”, surge una nueva cuestión: ¿qué derecho tiene ese sentimiento de ser visto como una fuente de las necesidades religiosas?

Este “ser-uno” con el universo, que es su contenido ideológico, se presenta como un intento inicial de consolación religiosa, como otro camino para negar el peligro que el Yo percibe la amenaza del mundo exterior. La verdad, es que es muy difícil trabajar con tales grandezas casi inaprensibles. Freud relata que cierto amigo le aseguró que en las prácticas de yoga, al alejarse del mundo exterior, con métodos especiales de respiración, es posible despertar nuevas sensaciones y sentimientos de universalidad, aprehensibles, tales como, regresiones a los estados arcaicos de la vida psíquica, descubiertos hace mucho tiempo.

Su amigo ve en estos procedimientos un fundamento fisiológico, por así decir, de muchas sabidurías místicas. En este punto se ofrecerían nexos con oscuras modificaciones de la vida psíquica, como el trance y el éxtasis. Con buen humor, nuestro autor desdeña tales panaceas simplificadoras e infantiles y, para demostrar su descreencia en relación a las tales iluminaciones místicas, cita Schiller:

“Alegre quien ahí respira en la luz rósea”.

La religión como deformadora de la realidad.

Al escribir “El Futuro de una Ilusión”, otra de sus grandes obras, Freud nos relata que estaba menos interesado en las fuentes profundas del pensamiento religioso que en aquello que el hombre común entiende como religión. El sistema de doctrinas y promesas que, de un lado, aclara los enigmas de este mundo con envidiable perfección y, de otro, te garantiza que una solícita Providencia vele por tu vida y recompense en otra existencia las eventuales frustraciones de ésta. El hombre común sólo consigue imaginar esa Providencia como un padre grandiosamente elevado. Apenas un ser así es capaz de conocer las necesidades de las criaturas humanas, de ceder a sus ruegos y ser apaciguado por su arrepentimiento.

Todo eso es claramente infantil, tan ajeno a la realidad que para alguien de actitud humanitaria es doloroso pensar que la gran mayoría de los mortales nunca se pondrá encima de esta concepción de vida. Todavía más vergonzoso es constatar que un buen número de contemporáneos, aún percibiendo lo insostenible que es la religión, buscan defenderla, en una lamentable retirada. Casi que nos juntaríamos a las filas de creyentes, para recordar la advertencia: “¡no invoquen el santo nombre del Señor en vano!” O a los filósofos que creen salvar el Dios de la religión, sustituyéndolo por un principio impersonal, espectralmente abstracto.

Si algunos de los mayores espíritus de tiempos pasados hicieran lo mismo, no sería posible invocarlos en este punto. Sabemos por qué tenían que hacerlo. El problema es que la vida humana real es inevitablemente un juego de elecciones y adaptación. La religión estorba este juego al imponer el mismo camino a todos para conseguir felicidad y no sufrir. Su técnica consiste en rebajar el valor de la vida y deformar delirantemente la imagen del mundo real, lo que tiene por presupuesto la intimidación de la inteligencia. A este precio, por la vehemente fijación de un infantilismo psíquico y la inserción de un delirio en masa, la religión consigue ahorrarle a muchos hombres la neurosis individual, fuera de eso, no sirve para nada más.

Existen muchos caminos que pueden llevar a la felicidad, tal como es accesible al ser humano, pero ninguno conduce a ella de una forma segura. Tampoco la religión puede mantener su promesa. Cuando el creyente se ve finalmente obligado a hablar de los “inescrutables designios” del Señor, está admitiendo que le quedó, como última posibilidad de consuelo y fuente de placer en el sufrimiento, apenas la sumisión incondicional. Y, si está dispuesto a eso, probablemente podría haberse ahorrado el rodeo.

La cultura como producto de la sublimación de instintos poderosos.

Si nos planteamos la cuestión de por qué es tan difícil para los hombres alcanzar la felicidad, la perspectiva de aprender algo nuevo parece pequeña. Sobre las causas del sufrimiento, Freud señala 3 fuentes:

  1. la prepotencias de la naturaleza;
  2. la fragilidad de nuestro cuerpo;
  3. la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos humanos en la familia, el Estado y la sociedad.

En lo que se refiere a las dos primeras, no debe haber dudas: somos obligados al reconocimiento de estas fuentes de sufrimiento y rendirnos a lo inevitable. Nunca dominaremos completamente la naturaleza, y nuestro organismo, que es parte de esa naturaleza, siempre será una construcción transitoria, limitada en adecuación y desempeño.Tal conocimiento no produce un efecto paralizante; por el contrario, le muestra a nuestra actividad la dirección que debe seguir. Si bien no podemos abolir todo el sufrimiento, podemos abolir parte de él y mitigar la otra parte.

Tenemos otra actitud para con la tercera fuente del sufrimiento, la social. A ésta no la queremos admitir, pues no comprendemos por qué las instituciones creadas por nosotros mismos (y por lo tanto objetos culturales) no trajeron ni bienestar ni protección para todos. Viendo todo esto, si recordamos cómo fracasamos, justo en esa parte de la prevención del sufrimiento, nace la sospecha de que aquí se escondería un por qué de la naturaleza indomable, esta vez, de nuestra propia constitución psíquica. La evolución cultural surge como un proceso peculiar que se desarrolla en la humanidad, en el cuál muchas cosas nos parecen familiares.

Podemos caracterizar este proceso por los cambios que efectúa en las disposiciones instintivas humanas, cuya satisfacción es, a fin de cuentas, la tarea económica de nuestra vida. Algunos de esos instintos son absorbidos de tal manera, que en su lugar aparece lo que en el individuo describimos como trazo de carácter. El ejemplo más notable de ese hecho lo encontramos en el erotismo anal de los niños. Su interés original en la función excretora, en los órganos y productos de ella se transforman durante el crecimiento, en el grupo de características que conocemos como parsimonia, sentido del orden y la limpieza, que, valiosas y bienvenidas en sí, pueden exacerbarse hasta adquirir un marcado predominio, y resultar en lo que Freud llama de carácter anal.

Cómo esto sucede, no lo sabemos pero no hay dudas en lo que se refiere a lo justo de esta comprensión. El orden y la limpieza son exigencias esenciales de la civilización, aunque su necesidad para la vida no sea evidente y tampoco su adecuación como fuente de placer. En este punto, la similitud entre el proceso de civilización y el desarrollo libidinal del individuo tenía que hacerse evidente. Otros instintos son llevados a cambiar de lugar, a situar en otras vías las condiciones de su satisfacción, lo que en la mayoría de los casos coincide con nuestra familiar sublimación de las metas instintivas.

La sublimación del instinto es un trazo destacado de la evolución cultural, ella vuelve posible que las actividades síquicas más elevadas, científicas, artísticas e ideológicas tengan un papel significativo en la vida civilizada. Cediendo a la primera impresión, diríamos que la sublimación es el destino impuesto al instinto por la civilización. Sin embargo, es mejor que reflexionemos más sobre eso. De hecho es imposible dejar de ver en qué medida la civilización es construida sobre la renuncia del lo instintivo, lo cuánto ella presupone la no satisfacción de instintos poderosos. Esa “frustración cultural” domina el ancho ámbito de los vínculos sociales entre los hombres; ya sabemos que ella es la causa de la hostilidad que todas las culturas tienen que combatir. No es fácil comprender cómo es posible privar un instinto de su satisfacción. Es algo que tiene sus peligros, si no es compensado económicamente, pueden esperarse graves disturbios. Sin embargo, si queremos saber qué valor puede reivindicar nuestra concepción de desarrollo cultural como un proceso peculiar, comparable a la maduración normal del individuo, tendremos que atacar otro problema, preguntándonos cuáles son las influencias que dieron origen a esta evolución cultural.

Los primordios de nuestra evolución cultural.

Después de que el hombre primitivo descubrió que estaba, literalmente, en sus manos mejorar su suerte en el mundo mediante el trabajo, no le podía ser indiferente el hecho de que alguien trabajase con él o contra él. El otro individuo adquirió, a sus ojos, el valor de un colaborador, con el cual era útil vivir. Todavía antes, en su prehistoria antropoide, ya había adoptado el hábito de construir familias; los miembros de la familia fueron, probablemente, sus primeros ayudantes.

Es de suponer que la formación de la familia se relacionó al hecho de que la necesidad de satisfacción genital no se presentó más como un huésped, que surge repentinamente y después de la partida no da noticias por mucho tiempo. Al contrario se estableció como un inquilino que se queda mucho tiempo. De esa forma el macho tuvo un motivo para conservar, junto a él, a la hembra, o de modo general, los objetos sexuales. Las hembras que no quería separarse de sus hijos desamparados y también por el bien de ellos, tenían que quedarse junto al macho fuerte.

En esa familia primitiva todavía falta un trazo esencial de civilización: la arbitrariedad del padre, y jefe, no tenía límites. En su obra “Tótem Tabú” Freud ya había mostrado el camino que llevó de esa familia a la fase siguiente de la vida en común, la banda de hermanos. La victoria sobre el padre le enseñó a los hijos que una asociación puede ser más fuerte que el individuo. La cultura totémica se basa en las restricciones que tuvieron que imponerse unos a los otros, para preservar el nuevo estado de las cosas. Los preceptos del tabú constituyeron el primer derecho.

La vida humana en común tuvo, entonces, un doble fundamento: la compulsión al trabajo, y el poder del amor, que en el caso del hombre no dispensaba el objeto sexual, la mujer, y en el caso de la mujer, no dispensaba lo que había salido de ella misma, el niño. Eros y Anake se volvieron los padres de la cultura humana. El primer éxito cultural consistió en que un número grande de personas pudiese vivir en comunidad. Como los dos grandes poderes actuaban ahí de forma conjunta, cabía esperar que la evolución posterior sucediese de un modo suave, rumbo a un dominio cada vez más eficiente del mundo externo y a la ampliación del número de personas que integraban la comunidad.

Es difícil entender cómo esa cultura no volvía felices a los que de ella participaban. La primera fase cultural, la del totemismo, ya trae consigo la prohibición de la elección incestuosa del objeto, tal vez la más incisiva mutilación a la vida amorosa que el ser humano experimentó en el curso del tiempo.

Por medio de tabús, leyes y costumbres, son producidas más restricciones que impactan tanto al hombre como a la mujer. No todas culturas recorren la misma distancia en ese camino; la estructura económica de la sociedad también influye sobre la medida de la libertad sexual restante. Ya sabemos que en ese sentido, la cultura sigue la coacción de la necesidad económica, pues tiene que substraerle a la sexualidad el elevado monto de energía que gasta. En eso la cultura se comporta en relación a la sexualidad, como una tribu o una camada de la población que somete y explota a la otra.

El miedo de una revuelta de los oprimidos lleva a rigurosas medidas de precaución. Nuestra cultura europea occidental muestra un punto alto en esa evolución. Psicológicamente se justifica que comience por desaprobar las manifestaciones de la vida sexual infantil, pues no hay perspectiva de represar los deseos sexuales de los adultos sin un trabajo preparatorio en la infancia. Pero, de modo alguno se justifica que la sociedad civilizada haya llegado al punto de negar esos fenómenos evidentes y fácilmente comprobables. La elección del objeto del individuo sexualmente maduro se reduce al sexo opuesto, la mayoría de las satisfacciones extragenitales son prohibidas como si fuesen una perversión.

La exigencia, expresa en tales prohibiciones, de una vida sexual uniforme para todos, ignora las desigualdades en la constitución sexual innata y adquirida de los seres humanos, priva a un número considerable de ellos del placer sexual y se vuelve así una fuente de grave injusticia. El resultado de esas medidas restrictivas podría ser que en las personas normales, que no se encuentran impedidas por su constitución, todo el interés sexual fluye, sin pérdida, para los canales que fueron dejados abiertos.

Pero lo que permanece exento de proscripción, el amor genital heterosexual, es, a su vez, perjudicado por las limitaciones de la legitimidad y de la monogamia. La civilización actual da a entender que sólo quiere permitir relaciones sexuales basadas en la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, que no le agrada la sexualidad como fuente de placer autónoma y que está dispuesta a tolerarla, únicamente como fuente insustituible de multiplicación de los seres humanos.

La crítica psicológica a la cultura.

Podemos imaginar una comunidad cultural integrada por individuos que, libidinalmente saciados consigo mismos, estarían vinculados por el trabajo y sus intereses en común. En este caso, la civilización no precisaría retirar la energía de la sexualidad. Sin embargo, ese deseable estado de cosas no existe y nunca existió. La realidad muestra que la civilización no se contenta con las uniones que hasta el momento le fueron permitidas, que quiere unir también libidinalmente los miembros de la comunidad y favorece cualquier camino para establecer fuertes identificaciones entre ellos.

No percibimos cuál es la necesidad que lleva a la sociedad por el camino de la limitación de la vida sexual de los individuos. Debe tratarse de un factor de perturbación que todavía no fue descubierto. Si justificadamente objetamos, que nuestro estado actual de civilización no cumple los requisitos de un sistema de vida que nos haga felices, no nos colocamos como enemigos de la cultura sino que simplemente ejercemos nuestro derecho. Es lícito pensar que poco a poco introduciremos cambios que satisfagan mejor nuestras necesidades y escapen a esa crítica. Pero tal vez nos familiaricemos igualmente con la idea de que hay dificultades inherentes a la cultura que no cederán a los intentos de reforma.

Además de las tareas de restricción de los instintos, surge el peligro de un estado que podemos denominar “la miseria psicológica de la masa”. Ese peligro amenaza cuando el vínculo social es establecido, principalmente, por la identificación de los miembros entre sí, y las individualidades que pueden liderar, no adquieren la importancia de les debería caber en la formación de la masa.

La teoría de los instintos.

De todas las partes que gradualmente se desarrollaron en la teoría psicoanalítica, la teoría de los instintos fue la que anduvo más penosamente su camino. Sin embargo era tan indispensable al conjunto, que hubo que sustituirla con otra cosa. Totalmente sin rumbo al principio, una frase del poeta y filósofo Schiller, según la cual “el hambre y el amor” sostienen la máquina del mundo, le brindó a Freud el punto de partida. El hambre podría representar los instintos que quieren mantener el ser individual, mientras que el amor busca los objetos; su función principal, favorecida de todas las maneras por la naturaleza, es conservar la especie.

Así primeramente se enfrentaron los instintos del Yo y los instintos enfocados en el objeto. Para designar la energía de estos últimos, el autor introdujo el nombre de libido, con eso la oposición se daba entre los instintos del Yo y los instintos del amor en un sentido amplio, dirigidos para el objeto. Es verdad que uno de estos instintos dirigidos al objeto sobresalía, el sádico, por el hecho de su meta no ser nada amorosa y en varios puntos claramente se juntaba a los instintos del Yo, sin poder esconder su afinidad con instintos de dominación sin propósito libidinal; pero esas discrepancias fueron superadas.

El sadismo hacía claramente parte de la vida sexual, el juego de la crueldad podía suceder al de la ternura. La neurosis aparecía como resultado de una lucha entre el interés de la auto preservación y las exigencias de la libido, una lucha que el Yo ganaría por el severo costo de la renuncia. El nombre libido puede ser aplicado, una vez más a las expresiones de fuerza de Eros (o sea, al instinto amoroso), para diferenciarlo de la energía del instinto de muerte. Debemos admitir que nos resulta más difícil aprehender este último, que sólo lo alcanzamos en cierta medida como un residuo de Eros, y que él se esconde de nosotros cuando no es revelado por la fusión con Eros.

Es en el sadismo, cuando él modifica a su favor la meta erótica sin dejar de satisfacer plenamente el ímpetu sexual, que alcanzamos una comprensión más clara de su naturaleza y de su relación con Eros. También cuando surge sin propósito sexual en la más ciega furia destruidora, podemos ver que su satisfacción está vinculada a un placer narcisista extraordinariamente elevado, pues le muestra al Yo la realización de sus antiguos deseos de omnipotencia.

Domado y moderado, inhibido en su meta, el instinto de destrucción, dirigido para los objetos, debe proporcionar al Yo la satisfacción de sus necesidades vitales y de dominio sobre la naturaleza.

El sentimiento de culpa.

¿Por qué nuestros parientes animales no exhiben una lucha cultural similar a la de los seres humanos? No lo sabemos. Probablemente algunos entre ellos, como las abejas, hormigas, termitas, se esforzaron durante milenios, hasta encontrar las instituciones estatales, la división de funciones y la limitación impuesta a los individuos y por eso los admiramos. Es característico en nuestro estado presente tener la sensación de que en ninguna de estas sociedades animales, en ninguno de los papeles destinados a sus individuos estaríamos contentos.

En otras especies animales puede ser que se haya llegado a un equilibrio momentáneo, entre las influencias del medio y los instintos que en ellas luchan entre sí, y de ese modo a una detención en su desarrollo. Al hombre primitivo, puede ser que un nuevo avance de la libido le haya ocasionado una renovada oposición con el instinto de destrucción. Hay muchas cuestiones a ser planteadas y para las que no tenemos respuestas. En lo que se refiere al origen del sentimiento de culpa, el psicoanalista piensa diferente de otros sicólogos y tampoco para él es fácil explicarlo.

Primero, al preguntarnos cómo alguien adquiere el sentimiento de culpa, obtenemos una respuesta que no admite discusión: la persona se siente culpada, o “pecadora”, como dicen los devotos, cuando hizo algo que es reconocido como malo. Enseguida percibimos como esa respuesta es insatisfactoria. Después de algunas dudas, tal vez agregamos, que quien no hizo ningún mal, pero reconoce en sí la intención de hacerlo puede considerarse culpable y de esa forma aparece la cuestión: por qué la intención es equiparada a la ejecución.

Los dos casos, sin embargo, presuponen que se reconoce el mal como algo reprensible y cuya ejecución debe ser evitada. ¿Cómo se llega a esta decisión? Es lícito rechazar la idea de una capacidad “natural” para distinguir entre el bien y el mal. Con frecuencia el mal no es algo peligroso o nocivo para el Yo, por el contrario, algo que él desea y le da placer. Ahí se evidencia, entonces, la influencia ajena; ella determina lo será considerado bueno o malo. Como el propio sentimiento no llevaría al ser humano por ese camino, debe tener un motivo para someterse a la influencia externa.

Podemos verlo desamparado y dependiente de los otros y la mejor designación para él sería: miedo de perder el amor. Si pierde el amor del otro, de quien depende, deja también de ser protegido de los diversos peligros y, sobre todo, se expone al peligro de que ese alguien tan poderoso le demuestre su superioridad en forma de castigo. Por lo tanto, inicialmente el mal es aquello por lo cual alguien es amenazado con la pérdida del amor; por miedo de esa pérdida es preciso evitarlo.

También por causa de eso no importa si ya hicimos el mal o si lo vamos a hacer; en ambos casos, el peligro sólo aparece cuando la autoridad descubre la cosa y ella se comporta del mismo modo en los dos casos.

Definiciones conceptuales.

Una de las mayores contribuciones de Freud para la ciencia fue la división de la psique humana en tres aspectos: Id, Yo y Súper-Yo.

  1. el Id es el componente nato de los individuos, o sea, nacemos con él. Consiste en los deseos y pulsiones primitivas, formados principalmente por los instintos y deseos orgánicos de placer;
  2. el Yo, surge a partir de la interacción del ser humano con su realidad, adecuando sus instintos primitivos al ambiente en que vive. El Ego es el mecanismo responsable por el equilibrio de la psique, buscando regular y satisfacer los impulsos del Id;
  3. el Súper-Yo se desarrolla a partir del Ego y consiste en la representación de los ideales y valores morales y culturales del individuo. El Súper-Ego actúa como un consejero del Ego, alertándolo sobre lo que es moralmente aceptado de acuerdo a los principios absorbidos por la persona.

Ciertamente no será superficial aclarar el sentido de los vocablos como “Súper-Yo”, “conciencia” y “arrepentimiento”, que usamos de forma alternada. Los tres están vinculados a la misma cosa, pero designan aspectos diferentes de ella. El Súper-Yo es una instancia explorada por nosotros; a la consciencia, una de las funciones que le atribuimos es controlar los actos e intenciones del Yo y juzgar, ejerciendo una actividad de censura. El sentimiento de culpa, la dureza del Súper-Yo y la severidad de la consciencia, son manifestaciones de la percepción que tiene el Yo de estar siendo vigilado. Así, la apreciación de la tensión entre sus esfuerzos y la necesidad de castigo es una expresión instintiva del Yo.

No se debe hablar de conciencia moral antes de demostrar la existencia de un Súper-Yo; en lo que se refiere a la consciencia de culpa, es preciso admitir que se presenta antes del Súper-Yo, o sea también antes de la conciencia moral.

Es, entonces, la expresión inmediata del miedo a la autoridad externa, el reconocimiento de la tensión entre el Yo y esta última, el derivado directo del conflicto entre la necesidad de amor de ella y el ímpetu de satisfacción de los instintos, cuya inhibición genera la tendencia a la agresión. La superposición de esas dos camadas de sentimiento de culpa - una proveniente del miedo a la autoridad externa y otra del miedo a la interna - volvió más fácil ver la trama de la conciencia moral. “Arrepentimiento” es el nombre general para la reacción del Yo en un caso de sentimiento de culpa, contiene, poco transformado, el material de sensaciones de la angustia que actúa por detrás, es él mismo un castigo y puede incluir la necesidad de castigo.

El Súper-Yo de la cultura desarrolló sus ideas y elevó sus exigencias. Entre las últimas las que conciernen a seres humanos entre sí son designadas como “ética”. En todos los tiempos las personas dieron enorme valor a la ética, como si de ella esperasen realizaciones de particular importancia.

De hecho, la ética se dedica al asunto reconocido como el más frágil de toda cultura. Ha de ser vista, entonces, como un intento terapéutico, como el esfuerzo para alcanzar, por un mandamiento del Súper-Yo, lo que no se alcanzó con otro esfuerzo cultural. Ya sabemos que aquí se coloca el problema de cómo alejar el mayor obstáculo a la cultura, el marco institucional de los hombres para la agresión mutua y, por eso, nos interesamos de forma especial por el mandamiento más joven del Súper Yo cultural: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. La investigación y la terapia de la neurosis nos llevan a sostener dos objeciones contra el Súper Yo individual. Por la severidad de sus mandamientos y prohibiciones él se preocupa muy poco con la felicidad del Yo, sin tener en cuenta las resistencias a su cumplimiento, la fuerza instintiva del Id, que es el aspecto salvaje de nuestra consciencia, y las dificultades del ambiente real.

Por eso, motivado por la intención terapéutica, Freud fue, en su actuación clínica, frecuentemente obligado a combatir el Súper Yo y se empeñó en bajar sus exigencias. Recriminaciones idénticas pueden ser hechas a las reivindicaciones éticas del Súper Yo cultural. Éste tampoco se preocupa con los hechos de la constitución psíquica del ser humano, emite una orden y no se pregunta si es posible cumplirla. Se supone que para el Yo del ser humano es posible, psicológicamente, todo aquello de lo que es incumbido, que el Yo tiene dominio irrestricto sobre su Id. Esto es un error y, también, en los llamados hombres normales el control sobre su Id no puede ir más allá de ciertos límites. Exigiendo más, producimos en el individuo rebelión o neurosis o lo volvemos infeliz. El mandamiento “ama a tu prójimo como a ti mismo” es la defensa más fuerte contra la agresividad humana y un bello ejemplo de procedimiento anti-sicológico del Súper Yo cultural. El mandamiento es inexequible; una inflación de amor tan formidable sólo mitiga pero no elimina la necesidad. La civilización negligencia todo esto, sólo recuerda que cuanto más difícil es cumplir este precepto, más mérito nos otorga. Pero quien sigue ese precepto, en la civilización actual, queda en desventaja delante de quienes no lo siguen. ¡Qué poderoso obstáculo a la cultura es la agresividad si al defendernos de ella nos volvemos tan infelices como cuando somos sus víctimas!

La llamada ética natural no nos puede ofrecer nada, a no ser, la satisfacción narcisista de que un individuo pueda considerarse mejor que los otros. La ética, que se apoya en la religión, introduce aquí su promesa de un más allá-túmulo mejor. Mientras la virtud no compense durante esta vida, la ética predicará en vano. También creo que no hay dudas de que un cambio real en las relaciones de las personas con la propiedad será muy valioso, en este punto, para cualquier mandamiento ético.

Notas finales

La cuestión decisiva para la especie humana es saber, en qué medida, su evolución cultural podrá controlar las perturbaciones que los instintos humanos de agresión y autodestrucción le traen a la vida en común. La época de hoy, tal vez merecerá un interés especial en relación a ese tema. Actualmente los seres humanos alcanzaron un gran control sobre las fuerzas de la naturaleza, tanto que no les resulta difícil recurrir a ella para exterminar hasta el último hombre.

Sabemos eso, de ahí nace en gran parte nuestro actual desasosiego, infelicidad y miedo. Cabe, ahora, esperar que la otra “potencia celestial”, el eterno eros, realice un esfuerzo para afirmarse contra su adversario igualmente inmortal. ¿Pero, quién puede prever el éxito y el desenlace?

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¿Quién escribió el libro?

Sigismund Schlomo Freud, más conocido como Sigmund Freud, fue un médico neurólogo creador del psicoanálisis. Freuderg in Mähren, en la época perteneciente al Imperio Austríaco (actualmente, la localidad es denominada Příbor, y pertenece a la República Checa). Freud también es conocido por sus teorías de los mecanismos de defensa y represión psicológica y por crear la utilización clínica del psicoanálisis como tratamiento de las psicopatologías a través del diálogo entre el paciente y el psicoanalista. Freud creía que el deseo sexual era la energía motivacional primaria de la vida humana. Su obra hizo surgir una nueva comprensión del ser humano, como un animal dotado de razón imperfecta e influenciado por sus deseos y sentimientos. Según... (Lea mas)

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