El infinito en un junco - Reseña crítica - Irene Vallejo
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El infinito en un junco - reseña crítica

El infinito en un junco  Reseña crítica Comienza tu prueba gratuita
Historia y filosofía

Este microlibro es un resumen / crítica original basada en el libro: 

Disponible para: Lectura online, lectura en nuestras apps para iPhone/Android y envío por PDF/EPUB/MOBI a Amazon Kindle.

ISBN: 9789877254273

Editorial: Siruela biblioteca de Ensayo

Reseña crítica

La invención de los libros ha sido, tal vez, el mayor triunfo en nuestra tenaz lucha contra la destrucción de nosotros mismos. Con su ayuda, la humanidad ha vivido una fabulosa aceleración de la historia, el desarrollo y el progreso. Este microlibro aborda los inicios de la palabra escrita de una manera maravillosa.

¡Anímate a descubrir el deslumbrante comienzo de los libros!

Alejandría, la ciudad de los placeres y los libros

La Alejandría de Egipto nació, no podía ser menos, de un sueño literario, de un susurro homérico. Estando dormido, Alejandro sintió que un anciano se le acercaba y, al llegar a su lado, le recitaba unos versos de la Odisea sobre una isla llamada Faro que estaba rodeada por el sonoro oleaje del mar, frente a la costa egipcia.

La isla existía, estaba situada en las cercanías de la llanura aluvial donde el delta del Nilo se funde con las aguas del Mediterráneo. Alejandro, según la lógica de aquellos tiempos, creyó que su visión era un presagio y fundó en ese lugar la ciudad predestinada.

Con el tiempo, la pequeña isla de Faro quedaría unida al delta con un largo dique y albergaría una de las siete maravillas del mundo.

El sueño de Alejandro era tener una leyenda propia, entrar en los libros para permanecer en el recuerdo. Y lo consiguió. Su breve vida es un mito en Oriente y Occidente; el Corán y la Biblia se hacen eco de él.

Por su parte, cuando Marco Antonio se creyó a punto de gobernar el mundo, quiso deslumbrar a Cleopatra con un gran regalo. Sabía que el oro, las joyas o los banquetes no conseguirían encender el asombro en los ojos de su amante, acostumbrada a derrochar lujos a diario.

Marco Antonio eligió, entonces, un regalo que Cleopatra no podría desdeñar: doscientos mil volúmenes para la Gran Biblioteca. En Alejandría, los libros eran combustible para las pasiones.

La biblioteca de Alejandría

Ptolomeo fue compañero de expedición y amigo íntimo de Alejandro. Por sus orígenes, no tenía ni el más remoto vínculo con Egipto. Nacido en una familia noble pero sin brillo en Macedonia, nunca imaginó que un día llegaría a ser faraón del rico país del Nilo, el cual pisó por primera vez con casi cuarenta años, sin conocer su lengua, costumbres y compleja burocracia.

Luego de la muerte de Alejandro, Ptolomeo se instaló en Egipto, donde pasaría el resto de su vida. Durante décadas, luchó a sangre y fuego contra sus antiguos compañeros para mantenerse en el trono. Ptolomeo destinó grandes riquezas a levantar el Museo y la Biblioteca de Alejandría.

Aunque no hay constancia de ello, la idea de crear una biblioteca universal parece haber salido de la cabeza de Alejandro. Reunir todos los libros existentes es otra forma simbólica, mental, pacífica, de poseer el mundo.

Alejandro recorrió las rutas de África y de Asia sin separarse de su ejemplar de la Ilíada, al que acudía, según dicen los historiadores, en busca de consejo y para alimentar su afán de trascendencia. La lectura, como una brújula, le abría los caminos de lo desconocido. En un mundo caótico, adquirir libros es un acto de equilibrio al filo del abismo.

Ptolomeo decidió que se instalaría precisamente allí con toda su corte y que atraería a los mejores científicos y escritores de la época hasta aquel páramo en la periferia de la nada. Empezaron las obras frenéticas.

Envió a sus mensajeros a la escuela de Aristóteles en Atenas, el Liceo, para ofrecer trabajo en Alejandría, generosamente pagado, a los sabios más brillantes del momento.

Dos de ellos aceptaron la oferta; uno educaría a los príncipes y el otro organizaría la Gran Biblioteca. El nuevo encargado de la adquisición y el orden de los libros se llamaba Demetrio de Falero. Él inventó el oficio, hasta entonces inexistente, de bibliotecario.

Demetrio tenía la tarea de añadir libros a la colección de la Biblioteca para completarla, y restaurar adecuadamente aquellos que fueron maltratados.

La Biblioteca de Alejandría no nació solo para ofrecer un refugio al pasado y su herencia. Era también la avanzadilla de una sociedad que podríamos considerar globalizada, como la nuestra.

Era una enciclopedia mágica que congregó el saber y las ficciones de la Antigüedad para impedir su dispersión y pérdida. Pero también fue concebida como un espacio nuevo, del cual partirían las rutas hacia el futuro. Las bibliotecas anteriores eran privadas y estaban especializadas en las materias útiles para sus dueños.

La Biblioteca hizo realidad la mejor parte del sueño de Alejandro: su universalidad, su afán de conocimiento, su inusual deseo de fusión del mundo.

La piel de los libros

Antes de la invención de la imprenta, cada libro era único. Para que existiera un nuevo ejemplar, alguien debía reproducirlo letra a letra, en un ejercicio paciente y agotador. Había pocas copias de la mayoría de las obras, y la posibilidad de que un determinado texto se extinguiese por completo era una amenaza muy real.

La invención del libro es la historia de una batalla contra el tiempo para mejorar los aspectos tangibles y prácticos: la duración, el precio, la resistencia, la ligereza del soporte físico de los textos.

El antepasado más cercano de los libros fueron las tablillas. Se endurecían, como los adobes, secándolas al sol. Mojando la superficie, era posible borrar los trazos y escribir de nuevo. Se guardaban al resguardo de la humedad, apiladas en estanterías de madera y también en cestas de mimbre y jarras. Eran baratas y ligeras, pero quebradizas.

Aunque se escribiera por los dos lados, no cabían textos extensos. Este era un grave inconveniente: cuando una sola obra quedaba repartida en varias piezas, había muchas posibilidades de que se extraviasen.

En Europa, fueron todavía más habituales las tablillas de madera, metal o marfil cubiertas con un baño de cera y resina. Se escribía sobre la superficie de cera con un instrumento afilado de hueso o metal que acababa por el extremo opuesto en forma de espátula para borrar fácilmente las equivocaciones.

Esas piezas enceradas acogieron la mayoría de las cartas de la Antigüedad y también los borradores, las anotaciones y todos sus textos efímeros.

El rollo de papiro, fabricado solamente en Egipto, supuso un fantástico avance en la historia del libro. Las hojas de papiro son un material fino, ligero y flexible y, cuando se enrollan, una gran cantidad de texto queda almacenado en muy poco espacio.

A medida que las sociedades mediterráneas se alfabetizaron y se volvieron más complejas, necesitaban cada vez más papiro, y los precios subían al calor de la demanda. Los rollos de papiro albergaban en su interior largos textos manuscritos trazados con cálamo y tinta.

En Pérgamo, reaccionaron perfeccionando la antigua técnica oriental de escribir sobre cuero. En recuerdo de la ciudad que lo universalizó, el producto mejorado se llamó “pergamino”.

Se fabricaba con pieles de becerro, oveja, carnero o cabra. Los artesanos las sumergían en un baño de cal durante varias semanas antes de secarlas tensadas en un bastidor de madera.

El estiramiento alineaba las fibras de la piel formando una superficie lisa, la cual luego se raspaba hasta lograr la blancura, la belleza y el grosor deseados. El resultado eran láminas suaves, delgadas, aprovechables por ambas caras para la escritura y, sobre todo, duraderas.

Época homérica

La Gran Biblioteca lo adquiría todo, desde poemas épicos a libros de cocina. En medio de ese océano de letras, los estudiosos debían elegir a qué autores y obras dedicaban su esfuerzo. No había discusión posible sobre el gran protagonista de la literatura griega, y en él se especializaron: Alejandría se convirtió en la capital homérica.

En una sociedad que nunca tuvo libros sagrados, la Ilíada y la Odisea eran lo más parecido a la Biblia. Cuando escribimos su nombre junto al de los escritores de la literatura universal, estamos mezclando dos universos incomparables.

La Ilíada y la Odisea nacieron en otro mundo distinto del nuestro, en un tiempo anterior a la expansión de la escritura, cuando el lenguaje era efímero (gestos, aire y ecos). El nombre de Homero está asociado a dos textos épicos que proceden de un periodo en el que tiene poco sentido hablar de autoría.

Durante la etapa oral, los poemas se recitaban en público, perpetuando una costumbre heredada de las tribus nómadas, cuando los ancianos recitaban junto al fuego los viejos cuentos de sus ancestros y las hazañas de sus héroes.

Los primeros lectores y los primeros escritores eran pioneros. El mundo de la oralidad se resistía a desaparecer, ni siquiera hoy se ha extinguido del todo, y la palabra escrita sufrió al principio cierto estigma.

El acto de escribir alargaba la vida de la memoria, impedía que el pasado se disolviera para siempre. Los poemas orales transmitían sus enseñanzas en acción, en forma de relatos, y no de reflexiones; las frases abstractas son propias del lenguaje escrito.

La posibilidad de narrar una historia libre y transgresora es ajena a una época en la cual los poetas eran centinelas de la tradición. Habría que esperar hasta la invención de la escritura y de los libros para que algunos escritores, siempre en minoría, empezasen a hablar con la voz de los díscolos, los rebeldes, los humillados y ofendidos, las mujeres silenciadas o los apaleados y feos Tersites.

Con la alfabetización, la literatura ganó la libertad de expandirse en todas las direcciones; ya no tenía que administrar con avaricia la acotada capacidad del recuerdo. Y esa libertad impregnó también los temas y puntos de vista del relato.

Tejedoras de historias

Solo hay una presencia femenina en el canon literario griego: Safo. Es tentador atribuir ese clamoroso desequilibrio a que las mujeres no escribían en la antigua Grecia, pero aunque para ellas era más difícil educarse y leer, muchas vencieron los obstáculos.

La historia de la literatura empieza de forma inesperada: el primer autor del mundo que firma un texto con su propio nombre es una mujer.

Mil quinientos años antes de Homero, Enheduanna, poeta y sacerdotisa, escribió un conjunto de himnos cuyos ecos resuenan todavía en los Salmos de la Biblia. También le pertenecen las más antiguas nociones astronómicas y se atrevió a participar en la agitada lucha política de su época, sufriendo por ello el castigo del exilio y la nostalgia.

Sin ir más lejos, La Odisea presenta al adolescente Telémaco mandando callar a su madre porque su voz no debe ser escuchada en público. “La palabra debe ser cosa de hombres”, dice Telémaco. El silenciamiento de Penélope inicia una larga lista de imperativos repetidos a lo largo de toda la antigüedad grecolatina.

Safo era bajita, morena y poco atractiva. Nació en una familia aristocrática venida a menos. Según ella, quien ama crea la belleza; no se rinde a ella como suele pensar la gente. Favorecida con el don de la música, la menuda y fea Safo podía ataviar con sus pasiones el minúsculo mundo que la rodeaba, y embellecerlo.

Quienes valoraban si un libro merecía pasar a la posteridad ni siquiera tomaban en consideración lo que escribían las mujeres.

Por mucho que se empeñe Telémaco en gobernar las palabras e imponer silencio, tarde o temprano nacen versiones del mito desde el punto de vista de Penélope y las demás mujeres, las tejedoras de historias.

Roma

Los romanos se lanzaron a hablar la lengua de los griegos, a copiar sus estatuas, a reproducir la arquitectura de sus templos, a escribir poemas de tipo homérico y a imitar sus refinamientos con celo de advenedizos.

Los romanos disfrutaron de la primera obra literaria en latín en septiembre del año 240 a. C., sobre las tablas de un teatro de la capital. Como gran atracción de las festividades, se estrenó allí un drama traducido del griego, cuyo título ha caído en el olvido.

No es casualidad que una traducción marque el arranque de la literatura romana, siempre hechizada por los maestros griegos, siempre en un ambiguo juego de ecos, nostalgia, envidia, homenaje y todos los matices del amor acomplejado.

En la antigüedad grecolatina, un enorme número de intelectuales y artistas griegos desembarcaron en la urbe para ser vendidos como esclavos. La historia de los libros en Roma los tiene como protagonistas.

Participaban en todas las facetas de la producción de obras literarias, desde enseñar a escribir hasta elaborar las copias. Llama la atención el contraste entre la muchedumbre de esclavos griegos ilustrados y el analfabetismo obligatorio de civilizaciones posteriores.

El acceso a los libros en el mundo romano era una cuestión de contactos. Los antiguos forjaron su peculiar versión de la sociedad del conocimiento basada en quién conocía a quién.

La literatura antigua nunca llegó a crear un mercado ni una industria tal como hoy los entendemos, y el engranaje de circulación libraria siempre funcionó gracias a una combinación de amistades y los encargados de realizar copias de una determinada obra, los copistas.

Por las calzadas del imperio globalizado, ensayos y ficciones transitaron de un confín a otro de la geografía conocida.

Llegaron siglos de anarquía, de fraccionamiento, de invasiones bárbaras, de seísmos religiosos. Probablemente, los copistas fueron los primeros en percibir la gravedad de la situación: cada vez recibían menos encargos.

Las bibliotecas entraron en decadencia, saqueadas durante guerras y altercados, o simplemente desatendidas. Durante sucesivas décadas terribles, sufrieron el pillaje de los bárbaros y la destrucción a manos de fanáticos cristianos.

Entre las antorchas de los soldados y la lenta labor de las polillas, el sueño de Alejandría volvió a correr peligro. Hasta la invención de la imprenta, milenios de saber quedaron en manos de muy pocas personas, embarcadas en una heroica tarea de salvamento.

Los filósofos, profesores y estudiantes tuvieron su despertar y buscaron, una vez más, las palabras de los viejos clásicos. Nuevos libreros abrieron de par en par las puertas de sus talleres para suministrarles el alimento de las palabras.

Notas finales

Los libros nos convierten en herederos de todos los relatos: los mejores, los peores, los ambiguos, los problemáticos, los de doble filo. Disponer de ellos es bueno para pensar, y permite elegir.

A pesar de las nuevas tecnologías, es importante que no te alejes de los libros nunca. Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido.

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¿Quién escribió el libro?

Española nacida en 1979. Es Doctora en Filología Clásica por las universidades de Zaragoza y Florencia. Colabora con el periódico Heraldo de Aragón, de cuyos artículos han surgido dos libros. “El infinit... (Lea mas)

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