Cuentos de amor, de locura y de muerte - Reseña crítica - Horacio Quiroga
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Cuentos de amor, de locura y de muerte - reseña crítica

Cuentos de amor, de locura y de muerte Reseña crítica Comienza tu prueba gratuita
Textos latinos

Este microlibro es un resumen / crítica original basada en el libro: 

Disponible para: Lectura online, lectura en nuestras apps para iPhone/Android y envío por PDF/EPUB/MOBI a Amazon Kindle.

ISBN: 9788498970319

Editorial: Editorial Alma

Reseña crítica

¿Tienen algo que ver el amor, la locura y la muerte? ¿Qué relación tienen estos temas? ¿Es posible escribir historias sobre tópicos tan diferentes?

Para Horacio Quiroga, la respuesta fue sí. Escribir sobre todo esto fue posible y esta recopilación de cuentos es la prueba. ¿Te animas a conocer el estilo de este famoso autor?

La muerte de Isolda

Concluía el primer acto de la obra “Tristán e Isolda” cuando el protagonista de esta historia, que se encontraba cómodamente sentado en su butaca, se percató de la presencia de un matrimonio en un palco bajo el suyo.

Ella, la esposa, era de una belleza de la que solo los hombres son conscientes. La miró largo rato, hasta que comenzó el segundo acto. No había pasado tanto tiempo cuando se dio cuenta de que aquella hermosa mujer dirigía su mirada hacía donde él estaba.

No tardó mucho en notar que no era a él a quien veía, sino a su vecino, a quien por deducciones pudo entender que ella lo conocía de hacía tiempo.

Después del tercer acto, su vecino salió del palco y ella también. “Final del idilio”, pensó el protagonista de la historia.

Y se dio cuenta de que las historias están condenadas a repetirse. Su vecino había pretendido por mucho tiempo a la joven hermosa del palco de abajo. Por azares del destino, su amor no pudo consumarse.

Estando ahí tan cerca, después de diez años de no verse, en lo único en lo que podía pensar era que hacía tan solo diez años se encontraban en la misma situación, su bella Isolda, tan cerca, y él con ganas de estar con ella.

Se paró, se asomó hacía el balcón y la esperó, hasta que ella salió y esperó también el momento en el que se volviera a ir, como la primera vez.

El solitario

Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, no tenía una tienda establecida pero trabajaba para las grandes casas y tenía como especialidad el montaje de piedras preciosas.

Tenía unas manos especiales para montar engranes, un cuerpo mezquino y un rostro exangüe, sombreado por una barba negra. Tenía una mujer hermosa y apasionada.

La joven, con su hermosura, había aspirado a un más alto enlace. Esperó hasta los 20 años provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo, pero al final aceptó a Kassim.

Dejó a un lado sus sueños de lujo, pero al menos tenía un marido. Mientras él trabajaba, ella lo observaba hacer negocios con sus clientes, imaginando que pudo estar con alguno de ellos.

Su constante trato con las joyas con las que trabajaba su esposo la hizo codiciar lo que no tenía. Su marido la escuchaba en las noches llorando y, al encontrarla así, lo único que podía decirle es que le daba lo que podía darle.

Tenían constantes peleas en donde salía a luz la infelicidad de ella. “¿Quién podría ser feliz contigo?”, decía ella.

En su deseo de tener la vida que siempre soñó, su esposa le recriminaba por no luchar por ella tanto como lo merecía.

Un día, su esposo comenzó a trabajar en un solitario, una joya de un solo brillante. Ella, codiciosa, comenzó a llevarlo a todos lados, no quería soltar la joya, y continuaba con sus reclamos.

Comenzó a gestarse en su mente la idea de que ese solitario podía ser suyo, y en la de su esposo, un odio inmenso por esa mujer que no entendía que él hacía lo que podía por ella.

Una noche, Kassim encontró a su esposa con el solitario muy cerca de su corazón. Se acercó muy lentamente hacía la mujer, hasta que poco a poco la dejó que se quedara con el solitario, solo que en vez de cerca del corazón, dentro de él.

Los buques suicidantes

Hay pocas cosas más terribles que encontrar un buque abandonado en el mar.

Por la noche, el buque no se ve y el choque resulta inminente.

Estos buques abandonados por una u otra razón navegan obstinadamente a favor de las corrientes o del viento, si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.

Muchos barcos que no llegan a puerto han tropezado en su camino con uno de esos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Los buques se detienen, aquí o allá, inmóviles, en un desierto de algas, hasta que poco a poco se van deshaciendo.

El principal motivo de estos abandonos son las tempestades y los incendios que dejan a la deriva estos negros esqueletos errantes.

Pero hay otras causas singulares, en las que se puede incluir al María Margarita, un barco que zarpó de Nueva York el 24 de agosto de 1903. Dos días después, aún se comunicaban sin novedad alguna.

Horas más tarde, cuando ya nadie respondió al llamado, decidieron acercase al buque para ver qué pasaba. Lo encontraron intacto pero sin nadie a bordo, sin aparente lucha ni señales de que hubiera pasado algo.

Pasaron algunos días y todo iba viento en popa. 

Sin embargo, una tarde, mientras un integrante de la tripulación observaba un atardecer, otro se quitó la camisa, se quedó observando el inmenso mar y saltó. 

Poco a poco, todos hicieron lo mismo. Uno a uno fueron saltando, dejando solamente sobre la cubierta sus camisas y un buque a la deriva.

A la deriva

El hombre pisó algo blanduzco, y enseguida sintió la mordedura en el pie. Saltó hacia atrás. Echó una veloz ojeada a su pie y vio dos gotitas de sangre. Sacó su machete de la cintura. 

La víbora vio la amenaza y hundió la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre revisó la mordedura, quitó las gotitas de sangre y durante un instante contempló la herida. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas y comenzaba a invadirle todo el pie.

Apresuradamente, se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en su pie aumentaba, movía la pierna con dificultad y tenía la garganta seca.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violetas desaparecieron en la monstruosa hinchazón del pie. Llamó a su esposa para que lo ayudara a revisar la herida.

Cada vez se hinchaba más; el dolor, la sequedad de su garganta y la hinchazón hicieron que subiera a su canoa y remara hasta la mitad del río. Su pierna estaba tan hinchada que rompía la ropa.

Llegó hasta la orilla en donde vivía su compadre, que esperaba lo pudiera ayudar. No había nadie. Ese dolor insoportable poco a poco se fue yendo.

Pensó que algo milagroso estaba pasando, ya no sentía dolor, solo una respiración tranquila. No sabía si su compadre aún vivía ahí.

Sintió frío en el pecho. “¿Qué será?”, se preguntó. Hasta que lentamente dejó de respirar.

La gallina degollada

Los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini Ferraz pasaban todo el día sentados en un banco en el patio. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.

Miraban el sol con alegría bestial, como si fuera comida. La luz enceguecedora llamaba su atención. Sus ojos se animaban, y se reían estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres.

A los 14 meses de casados, cuando su primer hijo llegó, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo un año y medio. Le sacudieron por la noche unas convulsiones terribles y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres.

Después de algunos días, los miembros paralizados recobraron el movimiento, pero la inteligencia, el alma y el instinto se habían ido del todo. El pequeño había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre en las rodillas de su madre.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació este, y su salud y su risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses, las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.

Tuvieron mellizos y se repitió la misma historia. Con el tiempo, pensaron que quizá después de tanto, si tenían otro hijo, no sucedería lo mismo.

Tuvieron una niña a la cual no le pasó nada. Los padres dejaron caer sobre ella ese amor desmesurado que no pudieron dar a sus primeros cuatro hijos. En otras palabras, la malcriaron.

Un día, la niña tuvo ganas de asomarse por la alambrada de la cerca de la casa de sus padres. Sus cuatro hermanos la observaban; no había sucedido tragedia alguna con la niña, pero justo ese día habían matado a una gallina.

Sus hermanos la llevaron a la cocina. Ella, al no estar acostumbrada a hacer algo que no quería, pidió auxilio, pero sus padres no la escucharon. La niña volvió a gritar y sus padres escucharon su quejido, pero ninguno de sus hijos ya estaba ahí, solo un enorme charco de sangre en el piso.

El almohadón de plumas

La luna de miel de Jordán y Alicia fue para ella un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia.

Ella lo quería mucho. Él, por su parte, la amaba profundamente, aunque sin demostrarlo. Durante tres meses tuvieron una dicha especial. Ahora la casa yo no la estremecía. La blancura del patio producía una impresión otoñal de palacio encantado.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. Tuvo un ligero ataque de influenza que le duró varios días. No se reponía nunca.

El médico la examinó con suma atención, ordenándole calma y descansos absolutos. Cada día amanecía peor. Ahora también tenía anemia y había adelgazado mucho.

Tenía frecuentes desmayos y ya se le notaba la muerte. Alicia comenzó a tener alucinaciones.

Su esposo, ante esa situación, le recordaba todo el tiempo cuánto la quería. Poco a poco, ella se fue extinguiendo. Parecía que durante la noche se le iba la vida de a poco.

Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama. No tardó en perder el conocimiento y se sumió en un delirio interminable.

Alicia murió por fin. Cuando la sirvienta entró a deshacer la cama, miró un rato extrañada el almohadón y llamó a su patrón.

Encontraron dos manchitas de sangre, parecían picaduras. Cuando trataron de levantar el almohadón se dieron cuenta de que pesaba extraordinariamente. Salieron con él a la cocina y lo pusieron sobre el comedor.

Jordán cortó de un tajo la funda y la almohada. Las plumas superiores volaron y la sirvienta dio un grito de horror. Encontraron dentro un animal monstruoso, hinchado de sangre.

Noche a noche había succionado la sangre de Alicia, en cinco noches la había matado. Era un parásito de ave, diminuto en principio. La sangre es su alimento y no es raro hallarlos en los almohadones de plumas.

Notas finales

Horacio Quiroga es uno de los máximos exponentes de la literatura latinoamericana. Sus cuentos, comparados en su momento con los de Edgar Allan Poe, le han dado reconocimiento mundial desde hace décadas.

Esta compilación de algunas de sus grandes obras es por excelencia uno de los libros esenciales para cualquier lector.

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